Estos días no he dejado un instante de llorar, junto a todos ustedes
Venezuela, a Santos Yorme, pero en la intimidad reproduzco estos
recuerdos una y otra vez, rememoro su gusto por el helado, su sonrisa cálida,
su voz dulce, y reconozco que fue un pilar fundamental en mi vida, una persona
que dejó una huella imborrable, me dio un legado y me dejó una misión: ser un
hombre digno de llevar su apellido y a la altura de su trascendencia.
Jess Márquez
Gaspar / Tomado de efectococuyo.com
Es sólo natural que pensemos en los
inicios cuando nos encontramos ante un final. Desde el instante en la madrugada
del miércoles en que mi papá, Iván Márquez, me avisó que mi abuelo Pompeyo
había fallecido, los recuerdos han llovido sobre mí. El luto ha sido una
tormenta, un huracán de memorias que duelen inmensamente por la consciencia,
aún no plena, de que esos momentos no volverán repetirse. Esto, mis amigos, es
un homenaje y un adiós.
Sobre el seibó de la casa donde crecí
estuvo siempre una foto. Es la inmortalización de mi primer recuerdo con mi
abuelo. Tengo cinco años. Papá me lleva de la mano y entramos en un edificio
inmenso: Palacio Blanco. Nos piden la identificación. Vamos a ver al Ministro
Márquez. Subimos unas escaleras enormes, y caminamos por un corredor de pulidos
pisos. Me escapo y logro deslizarme por ellos, en mis jeans, y luego corro y
entro por la puerta entreabierta del despacho del Ministerio de Fronteras.
Luego, vamos a otra sala y ahí nos toman la foto: mi abuelo, alto, imponente,
mi papá con lentes, mi hermano menor, más pequeño que yo, y cuatro tortas de
crema con fresas. Su favorita… y la mía también. Era su cumpleaños.
Durante mi infancia me era imposible
comprender, a ciencia cierta, quién era mi abuelo. Sí sentía que era diferente
a otros. A veces era un Marco Polo moderno, que visitaba constantemente a
países exóticos, y regresaba con regalos increíbles como una sombrilla china o
una caja de creyones de miles de colores. Otras, era un explorador como
Robinson Crusoe o Gulliver, que viajaba a los rincones más recónditos de
Venezuela, y volvía cargado de piedras de cuarzo que brillaban o de sombreros
de los Guajiros de colores brillantes.
Pocas sensaciones de esa época se
comparaban a la emoción de saber que el abuelo había llegado. Lo
encontrábamos en su hermosa pero modesta casa de San Bernardino, con sus
maletas de tesoros, sus historias de viajes extraordinarios -por las que había
que pagar con una “rascadita de cabeza” (de la calva)-, y un abrazo dulce y
cálido siempre listo.
Las Navidades de esos tiempos eran
fiestas de la familia y amigos, llenas de regalos, pero nunca de opulencia y
sobre todo de amor. En ellas había muchos rostros que, luego, comprendería eran
los de grandes hombres como él.
El final de la infancia supone siempre el comprender el mundo más allá de la inocencia. A mis 12 años encontré su nombre en los libros de historia y entendí que no era sólo mi abuelo. Cumplió 80 años en el 2002 y le hicimos un homenaje en la Biblioteca Nacional, en cuyo primer piso se exhibía una exposición de objetos de su vida, los cuales, sin embargo, no podían resumir su historia.
El final de la infancia supone siempre el comprender el mundo más allá de la inocencia. A mis 12 años encontré su nombre en los libros de historia y entendí que no era sólo mi abuelo. Cumplió 80 años en el 2002 y le hicimos un homenaje en la Biblioteca Nacional, en cuyo primer piso se exhibía una exposición de objetos de su vida, los cuales, sin embargo, no podían resumir su historia.
Él estaba feliz pero nervioso.
Preocupado porque haber abandonado el partido que había creado, el MAS
(Movimiento al Socialismo) y haber pasado a ser uno de los líderes de
la oposición en contra de Hugo Chávez no
había sido suficiente para evitar que sus terribles vaticinios empezaran a
hacerse realidad.
Un quijote de pobladas cejas
Mi abuelo era un Quijote, cuyas banderas
fueron siempre la Libertad, la Democracia y
la Justicia Social. Y mi querido papá fue siempre su Sancho
Panza, acompañándolo en cada proeza. Cuando aquel terrible 11 de abril del
2002, ambos desaparecieron por varios días, sin saber qué sucedería, temimos
por sus vidas y por las nuestras. Los teléfonos de la casa estaban
intervenidos: al levantar el auricular podía escuchar estornudos, toses,
cuchicheos, y siempre parecía que alguien había dejado otro descolgado. Papá
llamó de un número desconocido y yo atendí, me dijo que estaban bien. Fue
entonces que comprendí el rol tan importante que jugaba en la política de aquel
entonces.
Los siguientes años son una sucesión de
contrastes. Pompeyo Márquez daba declaraciones en televisión,
dirigía la Coordinadora Democrática, era mencionado con respeto por
la oposición, y amenazado e insultado por el gobierno, incluso por el mismo
Chávez.
Mi abuelo, encontraba tiempo en su
apretada agenda de reuniones y actividades para asistir a los cumpleaños y a
las reuniones familiares de los domingos, y encontrarse con sus hijos, nietos y
bisnietos. Se sentaba en la cabecera de la mesa, y mientras comía nos iba
preguntando a todos cómo estábamos, cómo iban nuestros estudios o el trabajo, y
luego, inevitablemente, alguien le preguntaba: “¿Cómo ves la situación del
país?”.
Era entonces que fruncía las cejas,
enormes y pobladas, hasta que se juntaban, sus ojos oscuros se llenaban de
llamas, y juntaba las manos, encontrando las yemas de sus dedos, para explicar
con absoluta seriedad y una capacidad de expresión oral pasmosa su perspectiva
sobre el escenario político, las circunstancias económicas o los cambios
sociales y culturales.
Terminada su respuesta, bajaba las
manos, y se dedicaba a jugar con los más pequeños de la familia, sonriendo
feliz. Luego, ellos se volvían sus cómplices porque, al ser los primeros en
comer, tenían que esperar a que los demás lo hiciéramos por turnos, pero él era
impaciente y, usando los cubiertos, comenzaba a golpear la mesa bajo la
consigna “¡Queremos postre, queremos postre!”. La protesta funcionaba y él y
sus secuaces celebraban cuando veían los platos acercarse, hasta que descubría
que no podía comer torta o helado o gelatina, porque era diabético, y sus
postres no tenían azúcar, y muchas veces eran frutas con yogurt. No lo
despreciaba, pero comía refunfuñando por debajo del poblado bigote, hasta el
punto que era imposible diferenciarlo de los niños que le rodeaban.
Cada cumpleaños mío, él y yo teníamos
nuestra tradición. Con mi papá, y muchas veces mi tía Tania Márquez, me
recogían del colegio para llevarme a almorzar. Entrar a un restaurante con
él es lo más cerca que he estado de acompañar a una celebridad. Nos tomaba diez
minutos llegar a la mesa por el recibimiento y, durante toda la comida,
llegarían personas a felicitarlo con orgullo y admiración. Uno de sus favoritos
fue siempre la Pensión Ana, en Maripérez, donde era siempre recibido como un
VIP.
Antes o después, en mis últimos años del
colegio, empezamos a complementar esta tradición con asistir a la reunión del
Día del Periodista: causalmente, nací el 27 de junio. Él era miembro honorario
porque, aunque nunca estudió Comunicación Social, fue director de múltiples
medios, en especial de Tribuna Popular, el órgano informativo
del Partido Comunista de Venezuela (PCV), trabajó en El
Nacional, en el Departamento de Distribución, y fue articulista hasta
casi su último aliento.
Fueron su ejemplo y el de mi papá, como amantes
del periodismo, las artes gráficas, la producción audiovisual y las palabras,
que me llevaron a seguir sus pasos y estudiar Comunicación Social en la
Universidad Central de Venezuela (UCV).
Mis años en la universidad fueron
convulsos. Desde el primer semestre hubo grupos de choque que producían
tiroteos, lanzaban bombas lacrimógenas, y explotaban niples. En algún momento
se corrió el rumor de que el nieto de Pompeyo Márquez había entrado en la
Escuela y me pidieron que me uniera al Centro de Estudiantes, junto a Miguel
Pizarro, ahora Diputado, y Carlos Julio Rojas.
Varios semestres después acepté y se lo
conté a mi abuelo. Sentados en su apartamento de Santa Fe, me habló de sus
luchas estudiantiles. Tenía sólo 14 años cuando comenzó a repartir volantes
contra la dictadura de Pérez Jiménez, y fue arrestado por
hacerlo. La política como lucha se convirtió desde ese instante en su
pasión, y también en su batalla mientras ascendía en el Partido Comunista. De
pronto, también era la mía. Una vez lo descubrí hablando de mí con amigos
suyos, diciendo orgulloso “¡mi nieto es Presidente Adjunto del Centro de
Estudiantes de Comunicación Social!”.
Ocupé ese, y otros cargos, siempre
pensando en lo que me había enseñado: como él, yo era un servidor público,
alguien que se debía a quiénes le habían elegido y tenía la responsabilidad de
hacer todo lo que estuviera en sus manos para resolver sus problemas y mejorar
su vida. Siendo ministro creó un poblado, Ciudad Sucre (llamada cariñosamente
Ciudad Pompeyo), yo atendí a mis compañeros estudiantes, defendí nuestros
votos, huí de motorizados que nos disparaban y creé el grupo de Teatro. En mi
pequeño mundo, éramos iguales.
La guerrilla y el Pacto de Punto Fijo
Para Historia de Venezuela me tocó hacer
una exposición y, casualmente, fue sobre la Guerrilla. Comencé mi investigación
sentándome horas con él en su despacho de la Fundación Gual y España,
que fundó y presidió durante más de 25 años. Me narró cómo, luego de haber
asumido la dirección del Partido Comunista ante su ilegalización, tuvo que
luchar para acabar con la dictadura de Marcos Pérez Jiménez desde la
clandestinidad. Fue entonces que se transformó en aquel personaje: Santos
Yorme.
Comiendo galletas a escondidas me
explicó que, luego de asumir el poder Rómulo Betancourt, sucedió
el Pacto de Punto Fijo en el que no se incluyó al PCV. Fue
entonces que tomaron la decisión de imitar a Fidel Castro y comenzar una lucha
armada. Él se mantenía en la política pública, mientras dirigía las acciones de
los grupos en las montañas y en las ciudades. Fue Senador de la
República hasta que, un día, su inmunidad parlamentaria fue allanada y
no le quedó otra opción sino esconderse. Una llamada telefónica a la
persona incorrecta alertó a la Seguridad Nacional, lo
encontraron en la casa de la familia, en Los Chorros, y se lo llevaron preso.
No tuvo que narrarme la historia de su
famosa huida porque mi papá me la contó desde mi más tierna infancia. Al
dormirme, habían dos opciones de historias: el Gato con Botas, y cómo se escapó
mi abuelo del Cuartel San Carlos. Siempre preferí la segunda.
Fue también en la UCV donde nos
encontramos por otras razones. Solía decir que era un graduado de la
Universidad de las Prisiones y la Vida. Había estado preso o en la
clandestinidad más veces de las que podía contar por su disidencia política, y
había aprovechado cada época para leer, escribir y hablar con grandes
pensadores que compartieron la falta de libertad con él, pero nunca pudo ir a
la Universidad. A sus 80 y pico de años, decidió que quería hacer un Diplomado
en la Casa que vence las Sombras y se inscribió. Salíamos entonces ambos de
clases y nos encontrábamos bajo el reloj, donde compartíamos una chicha y
conversábamos.
Desde que comencé a hacer periodismo me
leía. Le preguntaba a mi papá por mis textos y luego me llamaba para darme sus
impresiones. Para mí era un abuelo orgulloso, pero cuando entré como Pasante
en El Nacional, ya no con Miguel Otero Silva, como
él, sino con su hijo, le contó a Javier Conde que yo era su nieto. Casi muero del
susto cuando él, entonces Jefe de Cierre, llegó a buscarme a mi pequeño puesto
en la sección de Escenas para saludarme. Ahí comprendí que era además un hombre
brillante que me hacía correcciones de estilo.
A corazón abierto
Estos años vi el país deteriorarse, a él
estar cada vez más cansado y angustiado por nuestro futuro, y también poco a
poco más enfermo. Terminé las materias en la universidad y, cuando me disponía
a hacer la tesis, recibí una llamada de mi papá que me paralizó. Habían
intentado operar al abuelo y no había salido bien. Tenía una arteria tapada y
su corazón estaba en peligro. Corrí a la Clínica Ávila y lo encontré en su
habitación, aún bajo los efectos de la anestesia. Aquella noche nos reunimos
como familia porque teníamos que tomar la difícil decisión de si le haríamos
una operación a corazón abierto. Agotados, finalmente todos fueron regresando a
sus casas pero yo decidí quedarme para hacerle compañía a mi papá, que sería su
cuidador esa noche. Él era Sancho Panza y yo su fiel escudero.
Papá fue a cenar y yo me quedé
acompañándolo. Tenía los ojos abiertos y me tomó mi pequeña mano con las suyas
enormes pero delicadas, con la mirada perdida. De pronto, me miró a los ojos y
vi la sombra y el miedo en su mirada: le estaba dando un paro respiratorio, que
le causó un infarto. Corrí gritando hasta la puerta de la habitación, llegaron
simultáneamente las enfermeras y mi papá, que me escuchó desde el final del
pasillo.
Esa noche no lo perdimos, pero pasamos
los siguientes dos meses batallando a su lado, mientras entraba y salía de
Terapia Intensiva, sobreviviendo un segundo infarto y varios paros
respiratorios. Hubo un momento en que se hizo público lo que le había sucedido.
Recordé entonces que Pompeyo Márquez también estaba en el hospital, y me
dediqué a coordinar las declaraciones a Globovisión y a otros medios sobre su
salud, y a recopilar lo que la prensa escribía sobre él. Durante el día,
dormía, trabajaba en la tesis, y cumplía con mi trabajo como Representante
Estudiantil, durante la noche hacía las guardias para vigilar que no le diera
un Paro mientras dormía.
Aunque fue una época terrible nos dio la
oportunidad de reencontrarnos, ya como el nieto adulto y el Abuelo. Las horas
se pasan infinitas, en el insomnio de ambos por el miedo a la muerte. Me
sentaba a su lado con un libro y luego de tomar varias tazas de café yo creía
que dormía, pero siempre abría los ojos y empezaba a hablarme, me dictaba sus
artículos de opinión, me contaba de su vida. Fue en aquella época que me habló
de su infancia en el Estado Bolívar, la muerte de su papá, que lo marcó para
siempre, y su llegada a Caracas con su mamá y su hermana, Luz Márquez, a vivir
en una habitación de vecindad en el Guarataro.
Le hicimos una operación a corazón
abierto que sobrevivió, y lo acompañamos en su recuperación. Su primer día de
vuelta en casa, fuimos todos a visitarlo. Reíamos a su alrededor, felices de
tenerlo aún con nosotros, y me hizo acercarme para decirme algo. Fue entonces
que me dio la lección más importante de mi vida, al decirme: “Esto es lo más
importante: ustedes, mi familia, son mi mayor tesoro”, afirmó mientras sus ojos
se llenaban de lágrimas. Celebramos sus 90 años con una fiesta sin precedentes,
por la enorme alegría que nos llenaba.
Helados, hamaca y odalisca
Terminé mi tesis y con ella mi carrera,
mientras compartía con él en su lenta recuperación. Desde entonces, empecé a
visitarlo con frecuencia, y me sentaba a su lado para leerle los periódicos o
el libro de turno, usando mi mejor voz de locución. En un momento a solas me
hizo una confesión: “Mi mayor pena es haberme pasado la vida para darles un
mejor país y no haberlo logrado”.
Afortunadamente se fortaleció y en
noviembre de ese año pudo estar presente en mi graduación, sentadito de primero
frente al escenario, me vio recibir mi título bajo las Nubes de Calder. En
medio de un Aula Magna llena a reventar, yo sólo busqué la mirada de mi papá y
mi Tía Tania, y luego la suya, acompañada de una sonrisa enorme.
Durante el siguiente año me hice aún más
la mano derecha de mi papá en su lucha quijotesca. Empecé a colaborar editando
sus artículos de opinión, y también sus prólogos y otros textos. Además, fui
embajador para que muchos compañeros, y luego estudiantes, cuando empecé a dar
clases en la UCV, fueran a visitarlo y entrevistarlo.
En 2014 diversas circunstancias me
trajeron a Costa Rica, mi plan no era quedarme pero al final así sucedió.
Durante aquel año, hablé con él por teléfono y Skype, y lo extrañé horrores. En
diciembre, tras muchos esfuerzos, pude ir a pasar Navidad en Caracas. Recuerdo
haber llegado a su apartamento, donde parecía que el tiempo no había pasado.
Los libros, el cuadro de Zapata y el de la Odalisca con Pantalón Rojo de
Matisse, su hamaca en el balcón, su perro Mafia, un schnauzer de bigotes tan
poblados como el suyo, estaban ahí, y en el medio estaba él en su butaca,
leyendo. Sus ojos se abrieron y su rostro se iluminó al verme.
Me quedé casi tres semanas en que lo
visité muchas veces. Pasamos el 24 y el 31 de diciembre juntos, y lo vi
robarse una copa de vino mientras celebrábamos el año nuevo. El 4 de enero
fui a verlo para despedirme. Aguantando las lágrimas, le leí como siempre,
hablé con él, lo abracé, y me fui luego de varias horas. Sabiendo que me iba al
día siguiente, sintió miedo y me dijo “¿Ya te vas? ¿Cuándo te veo de nuevo?”. Y
yo le dije: “Me voy mañana, pero vengo primero a despedirme, no te preocupes”,
lo tranquilicé. Lo vi a los ojos, y me dio un beso en la cabeza. No lo hice,
pero al menos no tuvo la angustia de la despedida.
Durante el largo viaje de regreso a
Costa Rica, primero en avión a Ciudad de Panamá, y luego por tierra en autobús
hasta San José, repetí esa escena en mi mente mil veces, y lloré mucho, con
esta terrible certeza de que no volvería a verlo en persona.
Conversé con él muchas veces en sus
últimos años, cuando asumí la dirección de el periódico El Venezolano de
Costa Rica, se emocionó mucho y comencé a publicar sus artículos en él.
Conseguía cómo enviarle los ejemplares para que me leyera, y él, como había
hecho siempre, me felicitaba por cada número que salía.
Dimos como familia una dura lucha para brindarle una buena calidad de vida mientras su salud, deteriorada desde el episodio del 2012, se hacía cada vez más precaria. Buscamos medicinas por el planeta completo, yo mismo envíe paquetes por courier y con amigos, y una vez hice viajar a un colega con insulina refrigerada en un cooler con hielo. Sufrí cada vez que tuvo recaídas y fue al hospital, y empecé a vivir con el miedo de que muriera sin volvernos a ver.
Dimos como familia una dura lucha para brindarle una buena calidad de vida mientras su salud, deteriorada desde el episodio del 2012, se hacía cada vez más precaria. Buscamos medicinas por el planeta completo, yo mismo envíe paquetes por courier y con amigos, y una vez hice viajar a un colega con insulina refrigerada en un cooler con hielo. Sufrí cada vez que tuvo recaídas y fue al hospital, y empecé a vivir con el miedo de que muriera sin volvernos a ver.
Él escribía sus artículos de opinión,
recibía homenajes, iba a la diálisis y leía como fuera, aunque tuviera que usar
una lupa, daba entrevistas y recibía a personalidades en su apartamento. Decía
que no podía morirse todavía porque tenía que ver el final de esta época tan
oscura para el país.
El Día del Padre de este año, 2017,
hablé con él por Skype. Aunque su visión y su audición estaban muy
deterioradas, logramos conversar, le conté de mi trabajo y mis proyectos, le
dije que estaba bien.
No tuve nunca el valor de decirle que
soy un hombre trans, y que había dejado de ser su nieta para
ser su nieto, pero no importó. Años antes, salí del closet por primera vez
como una mujer lesbiana y, cuando lo supo, me invitó a su casa, me miró a los
ojos y me dijo “Yo te amo y te acepto por quién eres”. Con esa frase me dio
paz.
De pronto, mientras me remordía la
consciencia por mi cobardía, le desee feliz Día del Padre y él, en un momento
de claridad absoluta, me miró a los ojos y me dijo: “yo estoy muy cansado y no
estoy bien, me queda poco tiempo. Tengo muchos recuerdos bellos contigo y los
recuerdo con mucho cariño, te extraño, te quiero mucho y estoy orgulloso de
ti”. Conteniendo las lágrimas, le respondí: “Yo también te quiero y te extraño
mucho, y te recuerdo y te recordaré siempre”.
Cuando sonó la llamada de WhatsApp 24
horas después, a las 11 pm, y mi papá me dio la noticia de su fallecimiento,
sentí un golpe inmenso en el pecho. Llorando, reviví esa conversación y
comprendí que había sido su despedida. Esa madrugada escribí el Comunicado con
el que anunciamos públicamente su partida a la mañana siguiente.
Estos días no he dejado un instante de
llorar, junto a todos ustedes Venezuela, a Santos Yorme, pero en la
intimidad reproduzco estos recuerdos una y otra vez, rememoro su gusto por el
helado, su sonrisa cálida, su voz dulce, y reconozco que fue un pilar
fundamental en mi vida, una persona que dejó una huella imborrable, me dio un
legado y me dejó una misión: ser un hombre digno de llevar su apellido y a la
altura de su trascendencia.
Hoy y por mucho tiempo, estaré haciendo
dos lutos. Lloraré por la leyenda, pero sobre todo por el hombre, porque mi
abuelo fue Pompeyo Márquez. Y a ambos los extrañaré y los recordaré siempre.