Los pliegues
libertarios y socialistas de la revolución incomodan a Vladimir Putin y el
gobierno ruso. Podemos pensar la tradición de Octubre recuperando ideas y
utopías emancipatorias.
Por Pablo Stefanoni / Tomado de Nueva Sociedad
Hace un siglo se producía la famosa toma del Palacio de
Invierno. La Revolución Rusa iniciada en febrero de 1917 daba un giro con la
toma del poder por parte de los bolcheviques. ¿Cómo recordar hoy esas jornadas
y todo ese año que cambió la historia global y dio inicio al «corto» siglo XX?
Hoy, las líneas de continuidad con ese acontecimiento se han
roto. Pareciera que lo que los luchadores de aquellas gestas parecen decirle a
las nuevas generaciones es bastante poco. Algunos, como Maria Spiridonova o
Yuli Mártov –ella socialista revolucionaria, él menchevique, ambos del ala izquierda
de sus partidos- quedaron olvidados por fuera del trabajo historiográfico.
Otros, como Lenin o Trotsky, sobreviven como el nombre de identidades políticas
de pequeños partidos. Lenin es poco leído, Trotsky se convirtió en un personaje
de best seller de la mano del escritor cubano Leonardo Padura,
y muchos jóvenes –y no tanto– conocieron al «viejo» asesinado en Coyoacán por
un emisario de Stalin en las páginas noveladas de El hombre que amaba a
los perros.
Sin duda alguna, la Revolución rusa parece más un problema de
historiadores que de luchadores del presente. ¿Pero no tiene nada que decirnos
esa primera revolución anticapitalista exitosa que desencadenó tanta energía
social y una enorme experimentación en el terreno político, cultural y social?
Quizás una buena manera de recordarla sea recuperando la
pluralidad de voces de aquellos años de la vieja aplanadora «marxista
leninista» que fosilizó a Lenin de manera metafórica y literal. Si hasta hace
algunas décadas el leninismo oficial parecía tener de su lado la victoria, tras
la caída del socialismo real los diferentes proyectos, voces, luchas y apuestas
recuperaron todos la misma dignidad.
Desde fines del siglo XIX, Rusia vio nacer un potente
movimiento revolucionario que pensó el socialismo desde la periferia del
capitalismo. Los populistas rusos instituyeron una tradición revolucionaria,
anclada en pensadores, organizaciones y acciones heroicas, que incluyeron el
temerario asesinato del zar Alejandro II en 1881. Su meta fue acabar con la
autocracia y «vestir el socialismo con la blusa popular del campesino ruso».
Sus lecturas de Marx, su «ida hacia el pueblo», su apuesta a la comunidad
agraria, sus análisis de la subjetividad que generaba la autocracia, sus
preguntas incómodas al autor de El capital y, como muestra
un reciente
libro de Claudio Ingerflom, la construcción del revolucionario
profesional del que Lenin va a ser un explícito deudor son parte de la estela
que dejaron por delante.
Recuperar la riqueza de esas tradiciones socialistas de la
que surgirían mencheviques, bolcheviques, socialistas revolucionarios,
anarquistas nos permite quitarle el polvo a algunas de sus huellas
emancipatorias. Una meta algo melancólica pero menos atada a las derivas
conocidas. Peinando la historia la contrapelo podremos encontrarnos con caminos
no transitados, personajes olvidados, libros perdidos, advertencias desoídas y
voluntad de construir mundos nuevos sin reconstruir opresiones iguales o peores
a las que se quería superar. Pensar más allá de los rígidos esquemas de
Febrero/Octubre, ir más allá del «doble poder» y buscar los múltiples «poderes»
de esos días. Pensar lo político y también lo cultural. Tratar de generar
empatía con los intentos de asaltar los cielos en medio de penurias que hoy nos
resultarían absolutamente intolerables.
Nos encontraremos con utopías emancipatorias, como los
debates y las políticas de liberación a favor de la liberación de la mujer
–alentadas por la infatigable Aleksandra Kollontay– y con utopías
antiemancipadoras como los intentos de Aleksey Gastev –«el Ovidio de los
ingenieros y los trabajadores del metal»– de construir trabajadores
automatizados y despersonalizados en la búsqueda de la radicalización del taylorismo
en su Instituto Central del Trabajo.
La revolución, incluso durante varios años de poder
bolchevique, fue un proceso dinámico, con giros autoritarios y debates
apasionados, con capacidad para cambiar el rumbo, y de explorar otras sendas.
Todo eso se iría acabando luego. Pero nada estaba escrito. El estalinismo no
fue una conspiración perversa sino una posibilidad –no una necesidad– de
mutación inscripta en el código genético del leninismo.
Por eso, recordar la Revolución es recordar también las advertencias
de quienes vieron que las cosas, en un cierto momento, «iban mal». Las Memorias
de un revolucionario de Víctor Serge, el testimonio que dejó Bertrand
Russel de su temprano viaje al país de los soviets con una delegación laborista
en un librito olvidado titulado Teoría y práctica del bolchevismo,
los escritos del escritor e ingeniero naval Evgeny Zamyatin que en los primeros
años 20 vio «todo» lo que iba a pasar y lo plasmó en su novela de ciencia
ficción Nosotros, o las agudas críticas de la revolucionaria
polaca-alemana Rosa Luxemburgo, que polemizó con los bolcheviques sobre el
rumbo de la dictadura del proletariado y dejó frases anticipatorias.
Todas estos pliegues libertarios de la revolución incomodan
hoy a Vladimir Putin, quien construyó un panteón nacionalista en el que Pedro
el Grande puede convivir con Stalin como constructores de la gloria rusa, pero
donde el antimilitarista y cosmopolita Lenin entra mal. Y peor aún entra la
idea de Revolución como puesta patas para arriba del orden establecido. No por
nada, hace poco, grupos de jóvenes prodemocracia, algunos de ellos casi
adolescentes, en la explanada del Hermitage de San Petersburgo gritaban «Rusia
sin zar» en las protestas contra el autoritarismo reinante. Por eso, los
festejos son de bajo perfil, y Putin pidió no atentar contra la armonía
nacional.